dimecres, 15 de febrer del 2017

Por un sindicato público de la función




  El dios que ustedes prefieran me libre, metidos como estamos en los primeros horrores de este nuevo siglo que tan poco espacio va dejando para las esperanzas, de cuestionar la función de los sindicatos. Organizaciones cuyo principal objetivo fue, y debería seguir siendo, defender a los muchos con poco de los pocos con todo. Ahora bien, más allá de esta declaración de respeto por la labor de dichas organizaciones, y a raíz  del análisis profundo, de la brillante aportación que se desprende de las últimas declaraciones de los máximos responsables del Sindicato de la Función Pública de Andorra, me da por preguntarme -esperando que no vean apenas maldad en ello- lo siguiente:

- ¿Quién luchará por los intereses de los alumnos ante aquellos que no saben ni consiguen despertarles ningún interés?
-  ¿Quién nos defenderá de toda esa gente que aun confunde la educación con las gasolineras? Es decir, de todos aquellos que esperan llenar, con su manguera de conocimientos, los depósitos vacíos de sus alumnos, pareciéndoles inaudito que, a pesar de su impecable gestión, algunos no consigan arrancar.
- ¿Quién dará voz a las familias ante un capitalismo salvaje que define e impone su muy peculiar concepto de la felicidad?
- ¿Quien nos salvará a todos nosotros, ignorantes fumadores tristemente pasivos, de la maldad intrínseca de las cajetillas de tabaco; esas que, en un prodigio de cinismo, nos trasladan su culpa y nos cobran por ello (metáfora precisa de esos poderes nocivos que nos quieren idiotas y a la vez nos culpan por nuestra idiotez).
- ¿A qué organización nos podremos afiliar para alzar nuestra voces contra esos oncólogos que afirman, una y otra vez, ser ellos los que padecen el tumor que aflige a sus pacientes?
- ¿Quién nos resarcirá de las "derrotas" que nos infligen esos excelentes jugadores de fútbol, víctimas -según ellos- de la maldad intrínseca de una pelota que, a pesar de su habilidad sin límite, se niega a entrar?
- ¿Quién convocará la manifestación que exija el reconocimiento -nunca suficiente- de los profesores que lo son? Esos que en cada alumno ven un reto, una esperanza; esos que más allá de los cambios y de las dificultades, de las presiones y de los proyectos, son capaces de "erotizar" las aulas, desprendiendo y provocando pasión por el saber.

  Cuerpos de seguridad, colaboradores y profesores, cogidos con fuerza de las manos reclamando, ante la peligrosa deriva de violencia y malos tratos, un mismo marco legal que los proteja con la rapidez y eficacia que la situación requiere. Y yo que me pregunto, porqué no ampliar un poco este marco legal y hacerlo extensivo a los conductores de autobuses, a los empleados de las panaderías, a los profesores de esquí y al personal que vende palomitas en los cines de la Illa Carlemany. Sigan, sigan ustedes; desde esta humilde esquina que acoge mi ignorancia les animo a seguir en esta línea: arcos detectores de metal, clases de defensa personal, chalecos antibalas, perros olfateadores de sustancias peligrosas, policías en las aulas, cualquier medida es poca si de lo que se trata es de enfatizar los síntomas, de señalar lo que sucede, eso si, sin entrar en la molesta y absurda tarea de reflexionar, de debatir con inteligencia, ilusión y coraje sobre la educación y la figura del educador. Tal vez cualquier cosa sirva si de lo que se trata es de no preguntarse si en realidad nos apasiona lo que hacemos.



divendres, 10 de febrer del 2017

El círculo del aprendizaje truncado


  
  Una hermosa, lúcida y sincera reflexión sobre los diferentes aspectos que inciden en lo que se ha venido en llamar "fracaso escolar". Eso es lo que vierte Daniel Pennac en su libro "Mal de escuela" (Editorial Debolsillo). 
  Él, que según nos cuenta fue un "hijo precario"; un "zoquete sin fundamento histórico, sin razón sociológica, sin desamor: un zoquete en sí. Un zoquete arquetipo. Una unidad de medida";  uno más de esos chicos que "…se persuaden muy pronto de que las cosas son así, y si no encuentran a nadie que les desengañe, como no pueden vivir sin pasión, desarrollan, a falta de algo mejor, la pasión del fracaso". Un alumno más a engrosar ese saco desconcertante del descalabro educativo. Un zoquete consolidado, atrapado en su propio "limbo cero", esa "fortaleza de la que cree que nadie podrá desalojarle";  desplazando la cuestión al terreno de las relaciones personales y sus correspondientes susceptibilidades con sus: "Nunca lo conseguiré", "Soy demasiado tonto", "El profe no puede  ni verme", "Le odio", "Me comen el tarro". Algo que también suele hacer el profesor, "…convencido de que el alumno lo hace adrede. Pues lo que impide al profesor considerar la respuesta absurda un efecto devastador del pensamiento mágico es, muy a menudo, la sensación de que el alumno le está tomando el pelo a conciencia. Entonces el maestro se encierra en su "lo" particular. Con este no "lo" conseguiré nunca". Con ello, el círculo del aprendizaje truncado queda cerrado. Los restos de ese descalabro servirán para alimentar las estadísticas, las justificaciones y los escepticismos apocalípticos.

  Pues bien, mi intención es volver e insistir, en este rincón del dudar educativo, sobre la figura de Daniel Pennac y sus planteamientos acerca de la pedagogía y las disfunciones de la institución escolar; sobre su forma de rebatir ese etiquetaje    pensado para señalar "los buenos y  los malos" alumnos;  sobre sus propuestas relacionadas con lo que debe saber -y sentir- un profesor, más allá de lo que sabe. Una perspectiva, la de este pedagogo y escritor, que sin duda nace del amor a la enseñanza.

dilluns, 6 de febrer del 2017

Inquietud - inquietante = feliz Navidad



 La expulsión de un alumno es como el ingreso en prisión preventiva de un posible delincuente, pero al revés. Si a uno se le prohíbe salir de un recinto, al otro se le prohíbe entrar en otro, coincidiendo ambos en que la medida ha de servir para proteger a unos colectivos (sociedad, escuela) de los peligros que, de una forma casi natural e inherente, suponen estos individuos. Hasta aquí la cosa parece sencilla. El edulcorante, el matiz que nos ha de permitir el necesario descanso social, radica en la posibilidad de rehabilitación que dichas medidas propician, siempre y cuando el infractor acceda a ser otro, es decir, opte por ser alguien completamente distinto del que venía siendo. 

Una fórmula matemáticamente impecable: 

inquietud - inquietante = feliz navidad.


  Ahora bien, el molesto escozor de la duda, el prurito en la espalda del paisaje educativo, nos lo debería provocar una pregunta que tal vez ensombrece un poco el consenso: en realidad, ¿a quién estamos expulsando? -o dicho de otra manera- ¿quién, o qué, lleva en su mochila el alumno expulsado?